lunes, 18 de marzo de 2013

Rompamos el hielo


Romper el hielo fue, es y será siempre una cuestión inquietante. Cada vez que se presenta una situación de este tipo, nos imaginamos las mil y una formas de hacerlo, analizamos y definimos cual será la táctica para enfrentar la situación. Todo esto, sabiendo que el resultado de nuestra acción seguramente sea completamente distinto al que imaginábamos y, además, que tendremos grandes chances de hacer el ridículo. Y sin dudas, nos preguntaremos una y otra vez: ¿en qué estaba pensando cuando dije ésto?.



Aún cuando seamos personas que desbordan de confianza en sí mismas, a todos nos ha tocado pasar por situaciones en las que romper el hielo se convirtió en una anécdota que siendo hoy divertida, fue motivo de comportamientos que analizados a posteriori, nos avergonzaron. Es que no es un tema menor. Cuando se habla de "romper el hielo" le estamos otorgando a la situación una importancia considerable. Uno no "rompe el hielo" en cualquier oportunidad, lo hace, en ocasiones en las que sabe que su papel en la interacción es casi estelar, en el que tengo unos ficticios cinco minutos de fama y que entonces "me tiene que salir bien".

Y es que si fuera fácil, no estaríamos hablando de "romper el hielo". Probablemente la metáfora sería algo así como "caminar sobre los algodones de las interacciones personales" o cualquier otra cosa que nos genere un exacerbado sentimiento de placer y liviandad. Pero no, tenemos que romper, romper un bloque de hielo. Cada vez que pienso en esta idea me imagino preparando el pico, las botas para la nieve las sogas y arneses. Todo como si estuviera yendo a una expedición al Glaciar Perito Moreno.

Entonces, conscientes de antemano de que no estaremos caminando sobre nubes de algodón, sino a punto de congelarnos y quedar como Walt Disney, nuestra imaginación vuela hacia las diversas formas que podría adoptar la interacción; ¿qué voy a decir? ¿cómo me voy a parar?¿qué me voy a poner?. 

Cuando eso sucede nos convertimos en una especie de personaje de una sátira: sufrimos alteraciones en el sistema nervioso que derivan en contracciones repetitivas de los músculos faciales, usamos excesiva y compulsivamente determinadas muletillas o palabras, se nos altera el flujo sanguíneo pigmentando el rostro de colores furiosos, transpiramos considerablemente las manos y la frente y nuestras mentes atormentadas sólo ayudan a esbozar chistes sin gracia. 

Y lo peor, aún no llega. Porque todos estos comportamientos se suceden con el devenir de los primeros intercambios verbales. Sin embargo, en determinado momento ocurre el inevitable blanco en la conversación. Ese blanco que detiene el tiempo y convierte una fracción de segundo en una eternidad, que abre un hueco que se agranda a la velocidad inversa a la que pasa el tiempo y que se dispone a acercarse a nuestros pies para invitarnos a caer en el vacío de la derrota sobre las relaciones interpersonales. No es un blanco, es un blaaaaaaaaaaaaaaaanco.

Y acá estamos nosotros, pensando en cómo romper el hielo. Creyendo que lo que digamos en este momento es clave para que el lector decida seguir acudiendo a nuestro espacio. Pensando en no decir tonterías, en lucir descontracturados cuando en realidad estamos muy nerviosos, escribiendo, borrando y volviendo a escribir. Esta palabra no, la otra tampoco. ¿Vos estás seguro que deberíamos arrancar así? ¿Y si hacemos que este momento pase desapercibido y arrancamos con cualquier otra cosa?.

Y finalmente llega el momento crucial, el momento en el que la mente se agota de pensar y deja todo en mano de los impulsos. Bueno, salió lo que salió, ya no tiene sentido releer esto por cuarenta y cinco ava vez. Le damos para adelante y con manos sudorosas y cara enrojecida abrimos la puerta. -Hola, un gusto, ¡qué calor que hace! ¿no?-. 

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