jueves, 13 de junio de 2013

El preludio de la estafa fiduciaria (reflexiones de por medio)


Asalto, parte 1

Una de las cosas que debería cambiar en mi presentación luego del miércoles 17 de abril, es el fragmento en el que afirmo que “…no encuentro grandes acontecimientos, al estilo cinematográfico, que hayan marcado mi vida de manera espectacular.” Pero también es cierto que no tiene mucho sentido reescribir mil veces aquello que fue escrito en un contexto determinado. Queda implícito que desde ese momento en adelante, muchas cosas se pueden ver afectadas con el paso del tiempo.


Después de vivir una situación límite, uno tiende a volver atrás para encontrarle un poco de sentido a los acontecimientos que ocurrieron minutos antes del desenlace. Ese desenlace que, por suerte, no fue fatal. Mientras esperaba al cirujano de guardia del Hospital Fernández, recordaba que me había costado más de lo habitual sujetar el bolso en el portaequipaje de la bicicleta para conseguir que quedara bien firme. Había pensado en volver a la oficina para dejar el sweater y hasta se me había cruzado por la cabeza la idea de dejar la notebook. Pero se estaba haciendo tarde y decidí emprender viaje sin descartar ningún elemento.

Mi mente reconstruía una y mil veces el momento del robo. Tan cerca estaba de llegar a las canchas del predio “El Parque”, que mi cerebro ya había desactivado el estado de alerta ante cualquier situación que puedira llegar a ocurrir a mi alrededor.

Iba escuchando la radio hasta el momento en que ese joven, de no más de 19 o 20 años de edad, se cruzó en mi camino con un tronco en sus manos. Las dimensiones de su arma me parecieron exageradamente grandes. Aunque mis auriculares siguieron sonando, en ese momento perdí el sentido de la audición.

Escasos metros me separaban de él. En posición de bateo aguardaba sigilosamente a que pasará por su lado para consumar el hecho. Una fracción de segundo me exigía algún tipo de reacción para evitar el inminente golpe. Observando que no había ningún resquicio para sobrepasarlo sobre su izquierda, decidí tratar de esquivarlo por la derecha. Giré el manubrio como pude e intenté romper mi record personal de velocidad en bicicleta.

El impacto era casi inevitable. Estando ambos en paralelo, utilizó el tronco como un bate de beisbol para estrellarlo en mi cabeza. Sin demasiadas posibilidades de salir ileso, sólo atine a agacharme todo lo que podía para que su ejecución no acertara al centro o al costado de mi rostro; un golpe así me hubiera dejado inconsciente en el mejor de los casos.

El tronco impactó un poco más arriba del parietal derecho de mi cabeza. El cuero cabelludo se agrietó y algunos chorros de líquido rojo oscuro, casi bordo, comenzaron a perderse en una especie de pendiente. Mi adrenalina había ascendido hasta la estratosfera, como la nave que "Méndez" había prometido construir para llegar a Japón en dos minutos. Increíblemente yo seguía pedaleando, el golpe no me había tumbado.

Con las canchas de fútbol a cuarenta metros de distancia pensaba que al menos me salvaría del robo, pero estaba equivocado. El bolso, el mismo que me había traído tantos problemas al sujetarlo algunos minutos antes, se soltó y cayó hacía un costado, impidiendo que la rueda trasera pudiera seguir girando. Desesperado, traté de correr con la bicicleta al lado mientras el bolso se arrastraba. Mi agresor, dándose cuenta de esto, comenzó a perseguirme con la absoluta seguridad de que me iba a alcanzar. En ese momento decidí que ya no era necesario esforzarme más por cuestiones materiales y arrojé la bicicleta para aligerar mi carrera.

Ya en la Clínica Constituyentes de Morón, a eso de las dos de la mañana, traté de armar algún tipo de explicación lógica para entender el motivo por el cual me habían golpeado para robarme una simple bicicleta playera. Me era imposible concluir en algo terminante, teniendo en cuenta que no conocía a los pibes que me habían atacado y, mucho menos, algo de sus vidas.

A riesgo de cometer un error producto de la generalización, pensé que esos chicos que fueron mis victimarios en esta ocasión, también  fueron y son víctimas de este sistema de desigualdad y exclusión social. Creí que no habrían tenido muchas posibilidades de desarrollar sus aptitudes y virtudes, ni de poder explotar todo lo bueno que tienen para poder vivir de manera más digna. 

No sé si habrán sido víctimas de drogas duras como el paco. Desconozco si tienen una familia bien constituida y si sus padres viven o no. Si estuvieron presentes en sus vidas y les marcaron el camino o los ayudaron a transitarlo. No sé si tuvieron la posibilidad ir a la escuela, de formarse en ese entorno tan valioso para un joven (más allá de lo discutible que puedan ser los planes de estudio de nuestro sistema educativo). Pero, dando por validas varias de esas afirmaciones, no podría odiarlos jamás ni exigir que los maten para que me dejen de estorbar. No podría nunca desvalorizar tanto a una vida humana, al punto de creerme con el derecho o la autoridad de decidir cuándo se debe terminar. 

Se requieren cambios muy profundos en la estructura de estas sociedades que se sustentan en base a la producción, el consumo y la acumulación. De todas maneras, el tema es muy largo y aún no he elaborado una teoría que me permita dar respuesta a todos estos inconvenientes (y difícilmente lo consiga en mi vida). Lo único que me parecío importante remarcar es que hechos de este tipo no nos tienen que volver más temerosos, ni nos tienen que alejar aún más de esta realidad tan desigual que nos rodea. Sino todo lo contrario: el cambio no va a ocurrir a menos que lo impulsemos.

Asalto, parte 2

Volviendo a mi cama de la Clínica, a eso de las dos y media de la mañana, decidí llamar al banco para dar de baja las tarjetas de crédito y débito que me habían quitado. Con mucho sueño y ganas de dormir, llamé primero al centro de denuncias de Visa, donde me explicaron detalladamente el procedimiento a seguir y muy amablemente me informaron que me iban a robar 40 pesos en concepto de “extravío” de la tarjeta. -Si, 40 pesos en concepto de extravío aunque lo hayan asaltado a mano armada -, me explican cálidamente.

Al momento de llamar a Master Card, la misma explicación se repite: - En su próximo resumen se le debitaran 40 pesos en concepto de denuncia de robo o extravío -. Una vez que cuelgo el teléfono, me vuelco nuevamente a la reflexión. Es que en esta sociedad somos tan crueles, que hemos marginado a los bancos. Y estos pobres entes de especulación, se ven en la encrucijada de salir a robarnos a todos para subsistir. Pero sin duda que hay algo de lo que debemos conformarnos: al menos no usan palos.


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