Mirarse al espejo puede resultar más que un acto narcisista. A veces, resulta un acto de enfrentamiento con uno mismo, una batalla con indicios de derrota por síntomas de susceptible mortalidad.
Me miro y asumo con pesar que me encuentro presa de la lucha hologramática con mi reflejo, anhelos de un pasado distinto que brotan desde las entrañas. Me miro y elijo ser lo que soy y lo que no soy. Intento reconstruirme explorando nuevos caminos, buscando estímulos mundanos que me hagan sentir, que dejen salir.
Sigo torpe y rústicamente una dialéctica hegeliana que replica: acá estoy, esto es lo que soy; acá no estoy, no soy lo que quiero ser; no quiero no ser lo que no soy. Descubrir-nos, negar-nos, reconstruir-nos.
Me pregunto si el proceso de florecer aquello que se encontraba perdido en las napas subterráneas será cuestión de ponerle parches al asunto, atarlo con alambre, como dirían algunos. O quizás deba implosionar el edificio para construirlo de nuevo.
Pero como inmolarse no es una buena opción hago espacio. Como si acomodara los muebles de forma estratégica para que logre entrar uno nuevo en una habitación. Muevo piezas, armo el tetris de mi vida. Y mientras tanto, quedan agujeros, y miles de opciones diversas para taparlos. Algunos elementos cuadran mejor que otros, ninguno es perfecto. La bondad del mundo descartable nos deja cambiarlos cuando lo decidamos.
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