¿Cómo empezaron a gobernar en este lugar ingobernable?
¿Quién dictó un día las leyes por las que nos debemos regir? De chico, seguro,
no se hacía esas preguntas. Vivía despreocupado, buscando un lugar donde jugar,
donde su imaginación conectara con ese contexto que lo rodeaba para poder crear
los objetos y personajes surrealistas que sólo la mente de un niño puede crear.
Ya más de grande, comenzó a plantearse dudas respecto a la
vida. Sintió la necesidad de cuestionar todo lo “dado”, ese sentimiento tan
propio del adolescente que deja atrás su infancia para salir al mundo y darse
cuenta de lo podrido que está.
Reflexionaba sobre el statu quo, la política, la religión y
la economía. Sentía impotencia al ver que cada persona buscaba llevar agua para
su molino, sin importarle demasiado lo que el resto pudiera pensar. Se
lamentaba profundamente de la ausencia de lazos solidarios, de vivir en una
ciudad donde no existía el concepto de comunidad.
Una tarde gris y fresca se dispuso a tomar unos amargos con
su abuelo José. Vivir esos momentos era algo que le encantaba. Le fascinaba
escuchar las anécdotas y reflexiones que ese hombre entrado en años tenía para
compartir. Su barba blanca y larga, y sus arrugas bien marcadas atravesando su
rostro y sus manos, eran signos que enmarcaban perfectamente la sabiduría
adquirida con el paso del tiempo.
Entre mate y mate, el joven decidió preguntarle a su abuelo
sobre aquello que había estado notando todo este tiempo:
- Abue, ¿por qué durante tantos años nadie pensó en rubricar un
contrato social? ¿Por qué en esta sociedad nadie quiso lograr un acuerdo para
que nuestras vidas sean mejores?
La pregunta le produjo una leve sonrisa al anciano, que hizo
una pausa para tomar el último mate antes de cambiar la yerba y continuar con
la cebada. Una vez que termino con el ritual, se acomodó firmemente en su silla
y le contesto a su nieto:
- Mira pibe, no es que no hubo voluntad de llegar a un acuerdo,
sino todo lo contrario. En los orígenes, los principales representantes del
pueblo se reunieron a debatir durante horas como poder llevar a cabo sus planes
mediante un pacto con el resto de los colegas que pensaban distinto. Tras una
sesión interminable, en la que nadie estaba dispuesto a abandonar ninguna de
sus ideas, comprendieron que no tenían la piedra fundacional de toda sociedad,
que no había un acuerdo que sostuviera la estructura societaria que se iba a
venir.
Fue entonces que se dieron cuenta que la solución era sólo
una: sin intenciones de ceder, todos se pusieron de acuerdo en que no había
nada en lo que debían ponerse de acuerdo. Y así, mediante ese contrato
contradictorio pero efectivo, comenzaron a gobernar como mejor le pareció a
cada uno.
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