jueves, 11 de abril de 2013

Una visita a la dimensión paralela: El Parque Nacional Tayrona.


Existen lugares mágicos en el planeta, sitios en dónde la naturaleza se encuentra  virgen, inquieta, avasallante. Para sentirla debemos estar abiertos a escuchar su mensaje, respetándola sin esperar nada a cambio pero intuyendo que tiene mucho para dar.

Ese momento de conexión en que la naturaleza se despliega sincera e imponente, como siempre, y nosotros estamos abiertos a recibirla, como nunca, es generador de una dimensión paralela, disparador de sensaciones de paz y libertad. Sólo si tenemos la capacidad de absorber su mensaje, podremos sentir su magia.  

Algo así sucede en un lugar como el Parque Nacional Tayrona ubicado en la costa del Caribe colombiano. El parque ocupa unas casi 20.000 hectáreas entre selva y superficie marina, dando origen a la existencia de diversas especies de plantas y animales conviviendo en ecosistemas diversos. Es también una fuente de historia debido a que el lugar fue ocupado por los indígenas Tayrona antes de la conquista.

En el Tayrona la jungla y el mar se erigen creando un espectáculo natural difícil de digerir y aún mas difícil de describir. Caminar por la selva se transforma en un acto silencioso en donde la atención se centra en el sonido del mar y las aves. En cada llegada a una nueva playa se observa un acantilado que impide seguir el paso por la costa dando comienzo otra vez a la procesión silenciosa por la densa selva.

Sin embargo, el Tayrona es mucho más que belleza natural y restos arqueológicos. Es un vórtice de energía, un lugar que invita a perderse en sus zonas más recónditas, en donde el calor acosa durante el día y los ruidos de la noche te hielan la sangre. Algo mágico pasó aquella vez, cuando tuve la suerte de recorrerlo con amigos.

Sin darnos cuenta entramos en una tercera dimensión. Enormes árboles con pies de serpientes nos rodearon y arbustos con espinas filosas crecíeron y se acercaron hasta rasgar nuestras pieles descubiertas. La tierra, despierta, brillaba de mil colores y esos pies de los árboles dejaron de ser serpientes para convertirse en seres mágicos que nacían desde sus entrañas. Las hormigas, miles de ellas, atacaron sin piedad.

De pronto, todos los caminos se cerraron y nos encontrábamos otra vez la playa. El Tayrona jugaba con nosotros, nos atrapaba en la selva y nos escupía hacia el mar.  Caleidoscopios pintaron el cielo haciendo brotar otra vez los colores. De la tierra al espacio colores y más colores. Y de repente, el cielo negro que anticipa la llegada de la lluvia. Luego de la tormenta, la luna, como si cada uno de los espectáculos de la naturaleza se hubieran ordenado en una especie de secuencia cronológica para lucirse frente a nuestros ojos. Era la luna la se encontraba en ese momento en el escenario. Dibujaba formas jugando con las nubes que se dispersaban lenta y tenebrosamente. De pronto estrellas, miles de ellas, brotaron desde el más oscuro cielo danzando para formar mágicas mandalas.

Estábamos viviendo un momento mágico de comunicación con la tierra, con nosotros, con los otros. Experimentábamos la capacidad de comunicarnos sin decir nada, de ver a través de nosotros mismos, como si la piel desapareciera y dejara a la vista tejidos, venas, huesos. Desde el mar luces titilaron, seres foráneos nos observaban. Caminamos por la playa buscando conciliar el sueño para despertarnos del sueño.

Despertamos al día siguiente con el calor del sol sobre el rostro. Estábamos allí, allí pero en otro lado. El Tayrona nunca es el mismo que el día anterior. Todo cambia constantemente, misteriosamente. Él ya no era el mismo, nosotros no éramos los mismos.

Amanecer en el Parque Nacional Tayrona

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