martes, 30 de abril de 2013

El miedo que moviliza


Mirando las estrellas, contemplando cada una de las constelaciones, disfrutando de la ausencia de febo en ese cielo oscuro pero lleno de luminosidad. Julián no podía creer lo que le estaba sucediendo, pero a la vez se dejaba llevar por lo cautivante del momento.

Algo en su mente había cambiado, lo atrapante de esa noche gambiana lo absorbía, lo capturaba como una telaraña gigante de la que no tenía intenciones de soltarse. Ni siquiera la idea de que le estaba siendo infiel a la única estrella que lo había acompañado durante los últimos años lo inmutaba.  

La historia de este joven muchacho argentino no variaba demasiado respecto a cualquier historia de un chico de clase media de Buenos Aires. Solía salir con sus amigos por las noches, jugar al fútbol y asistir con frecuencia a recitales de rock. Había comenzado a estudiar letras en la Facultad de Filosofía de la UBA y le fascinaba leer Cortázar. Sus días estaban dentro de los parámetros de normalidad de la cultura occidental.

Pero una noche fría del mes de mayo todo cambió de manera imprevista. Julián entró en estado de pánico y shock al ver que el sol se escondía en el horizonte, que la naturaleza le bajaba el telón a otra jornada. El miedo lo invadió, se le heló la sangre y cada musculo de su cuerpo se tensó casi hasta desgarrarse. Nunca comprendió con exactitud qué fue lo que le paso, pero si entendió que ya nada sería igual.

Los especialistas le diagnosticaron nocturnofobia, un rarísimo trauma psicológico que le generaba un insoportable miedo a la noche. Decidieron que lo mejor era medicarlo para que pudiera soportar esa angustia, esperando que la acción farmacológica lo dejara casi en estado de inconsciencia, para que perdiera  noción de la realidad durante las horas en las que el sol le dejaba su lugar al resto de las estrellas del cosmos. Sin embargo, el método no dio resultado y Julián siguió sufriendo cada una de las noches que le tocaba vivir.

Fue así que un día se decidió a eludir a la oscuridad por el resto de su vida. El plan era simple: con una herencia recién cobrada por el fallecimiento de su abuela compró unos pasajes de avión para volar a otro lugar de la Tierra donde fuera de día. Pero claro, la noche siempre lo acosaba y perseguía, obligándolo a moverse constantemente en dirección hacia el oeste en la búsqueda del sol.

Así fueron transcurriendo los meses, los años. Julián creció pasando más tiempo en el aire que en el suelo. Conoció un sinfín de países y culturas casi sin haberlo planificado. Al mismo tiempo, su caso se hizo conocido mundialmente y su figura cobró una fama inesperada. La realidad es que todos se reían de él y de su miedo “absurdo”. Leandro, un oficinista aburrido de su trabajo que sin embargo no renunciaba por miedo a caer en algo peor, se mofaba del problema de Julián. Lo mismo hacía Rocío, fóbica a las palomas y enemiga de las plazas. Todos se reían de su cobardía, pero a él demasiado no le importaba. En gran medida porque no tenía tiempo para escuchar los testimonios entre tantos viajes.

Todo marchaba perfecto hasta el día en que anunciaron desde los parlantes del aeropuerto de Banjul que los vuelos quedaban cancelados, debido a un conflicto laboral. Julián comenzó a desesperarse. Con su imperfecto inglés, trataba de explicarles a los representantes de la línea aérea que precisaba viajar antes del anochecer. Pero no hubo caso, nada los convenció. Ni siquiera unos cuantos billetes verdes envueltos en un fajo de papel.

Con ese panorama devastador, sólo tuvo la opción de afrontar lo que sería su primera noche luego de cinco largos años. Tomó coraje  y se quedó sentado sobre una roca a orillas del mar. Allí pudo observar como su amigo fiel, el sol, se espejaba sobre las aguas del Océano Atlántico para luego desaparecer y dejarle su lugar a la luna y las demás estrellas.

Una a una fueron apareciendo en el cielo del oeste africano. Orión, Pegaso y otras constelaciones se hicieron presentes ante los ojos de Julián. Esos ojos marrones quedaron maravillados ante semejante espectáculo de la naturaleza. Él se olvidó de sus miedos, dejó de lado esa fobia que tanto tiempo lo había atormentado. Se quedó ahí, sentado sobre esa roca y adorando aquello de lo que había estado escapando durante tanto tiempo. Entendió que el miedo le dio una chance y que él la aprovechó. Comprendió que siempre en todo lo malo queda un resquicio, una posibilidad para poder escapar y que si la aprovechamos podemos seguir andando, haciendo nuestro camino. Y así se durmió, mientras el mar musicalizaba la velada con el ruido de las olas chocando contra la orilla.

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